Mi nombre es Maximillian; en cuanto a mi apellido, he ahí el quid de la cuestión. Si alguien preguntara a la mayoría de mis conocidos y amigos por mi nombre de familia responderían sin dudar que mi apellido es Pretzel, pero la respuesta a tal pregunta no es precisamente sencilla.
Nací y crecí en Inglaterra y disfruté de una infancia envidiable. Mis padres jamás escatimaron en cariño y atenciones, y de hecho no han dejado de hacerlo. Mi padre es el profesor Wilhelm Pretzel, un hombre prestigioso cuya carrera como historiador le ha granjeado muchos éxitos académicos. Mi madre, por su parte, recorrió el mundo en su juventud, cruzando su camino con el de mi padre en varias ocasiones hasta que ambos reconocieron el amor que había ido creciendo entre los dos, y no tardaron en contraer matrimonio.
Recuerdo con gran cariño a mis abuelos maternos y aunque ninguno de los dos tiene especial relevancia en la historia que me dispongo a contar, sí que es de reseñar que de no ser por la intervención de mi abuelo materno, mi padre jamás habría conocido a mi madre.
Por último, mi abuela paterna, con quien más tiempo pasé en mi infancia, aprendiendo de su inmenso saber, escuchando sus cuentos fruto de su inagotable creatividad, es Eleanor Pretzel, escritora de cierto renombre y heredera de la fortuna de los Pretzel, una de las familias más ricas de Basilea. Una mujer excepcional que, sin embargo, guarda en su corazón un pesar que la ha acompañado toda su vida. Esa tristeza, que tan poco muestra a los demás pero que inevitablemente aflora a mis ojos, nos lleva finalmente a hablar del gran ausente en mi lista de familiares directos: mi abuelo paterno.
A poco que el lector sea conocedor de la obra de mi abuela Eleanor, sabrá que ésta nunca contrajo nupcias, a pesar de lo cual tanto mi padre como yo hemos heredado su apellido familiar. Un detalle que deja entrever muchas cosas a poco que uno sea perspicaz. Debo pues completar mi árbol genealógico, hablando del ausente.
Mi abuelo es Karl Jegger.
Es posible que este nombre no signifique nada en absoluto para el lector medio, y sin duda será el caso más común. Para ellos es, pues, el resto de esta introducción. Por otra parte cabe la posibilidad de que su nombre evoque algún recuerdo relacionado con charlatanes, libros esotéricos o pseudohistóricos. Desgraciadamente, este lector —dependiendo de los detalles que conozca— se inclinará por juzgar negativamente el resto del presente escrito, pero a pesar de ello le invito a continuar.
Sólo unos pocos habrán reconocido al verdadero hombre que se esconde tras el nombre y sabrán que, como poco, se trata de uno de los individuos más extraordinarios que dio de sí el pasado siglo veinte.
Karl Jegger nació en el seno de una familia acaudalada, hijo del empresario Hans Jegger y de la reportera gráfica Eloise Tenenbaum. La profesión de su madre, insólita entre las mujeres de su época, nos da una idea de su carácter indómito y decidido. Por desgracia, el joven Jegger no pudo disfrutar de ella durante demasiado tiempo, pues Eloise murió siendo éste un niño, víctima de una tuberculosis.
Lo extraordinario de la vida de Karl empieza ya en el momento en que sus padres se conocen. Según mi abuela, Hans viajaba a bordo del transatlántico Titanic en su viaje inaugural y fue uno de los pocos supervivientes del naufragio. No apareció en las cifras oficiales puesto que su embarque no fue consignado, logrando el pasaje bajo mano gracias a un magnate americano al que le unía una gran amistad. Eloise quiso entrevistarlo, pero Hans le advirtió de su irregular condición a bordo del navío y ambos llegaron a la conclusión de que no sería posible demostrar que él era un verdadero superviviente. Sin embargo, la pareja continuaría viéndose a menudo, a pesar de la distancia geográfica, hasta que finalmente ambos se dieron cuenta de que el amor había nacido entre ambos y resistirse a tal hecho era inútil.
Con posterioridad a este encuentro, Hans tomó parte en la Gran Guerra, alistándose como voluntario. Fue durante el conflicto cuando trabó amistad con Salvador Alcázar. Una amistad que se extendería a los hijos de ambos, como más adelante explicaré.
Concluida la guerra, Hans regresó brevemente a Estados Unidos a expensas de su padre y con el fin de cerrar ciertos asuntos de negocios, aunque no dudo que todo ello quedaba en un segundo plano en comparación con la posibilidad de reunirse de nuevo con Eloise. Durante su estancia en el país americano, ambos formalizaron una relación que un año después les uniría en matrimonio, mudándose a la casa familiar de los Jegger en Basilea, Suiza.
Karl nació unos dos años después de que la pareja contrajera matrimonio y su infancia, aunque marcada por la temprana muerte de su madre, fue sin duda muy feliz. En palabras de mi abuela, la relación que mantenían padre e hijo resultaba sanamente envidiable para cualquiera que les conociera. Hans supo ser, al tiempo y en su justa medida, un buen amigo y padre para su hijo, supliendo como bien podía la ausencia de su esposa, a la que jamás dejó de amar y añorar. Indudablemente mi bisabuelo veía en su hijo el reflejo de su amada esposa y comprendiendo que ambos compartían el mismo espíritu aventurero, no puso reparos en permitir y alentar el camino que años después emprendería su vástago y que cambiaría para siempre el curso de su vida.
De modo que, con apenas veinte años, Karl se embarcó en su primera aventura, que en principio no iba a pasar de ser un viaje a la lejana África, concretamente a la actual Tanzania, de la mano del hombre que habría de convertirse en su mentor en los próximos años: Antonio Alcázar.
Antonio era hijo del antes mencionado Salvador Alcázar, gran amigo de mi bisabuelo y hermanos de armas durante la Primera Guerra Mundial. Con el tiempo, sus hijos hicieron suya la amistad de los padres, y Karl creció admirando a Antonio, diez años mayor que él. Alcázar se convirtió en una especie de agente al servicio del gobierno español, viajando constantemente en los años previos y durante la Segunda Guerra Mundial, por los más diversos y secretos motivos. Pero el viaje que emprendió a Tanzania nada tenía que ver con política o trabajo, sino que se trataba de un favor personal a un estimado profesor, Charles Winters. En un principio Karl viajaría con Antonio a cierto lugar del norte de Tanzania para llevar a cabo una primera inspección que justificara la financiación de una expedición completa. El viaje se saldó con el descubrimiento de un grupo de tribus que habían permanecido prácticamente aisladas del mundo exterior, comunicadas con otros grupos tribales y las autoridades locales a través de una selecta y reducida casta de gobernantes. El poder que esta casta ejercía era motivo de leyenda y Karl lo examina con detalle en su monografía El Legado de los Antiguos: Del mito a la realidad, que pude leer personalmente hace tiempo. En la obra, Karl argumenta razones sociológicas, religiosas y supersticiosas para explicar el hecho de que una reducida casta pudiera controlar tan gran número de tribus durante casi trescientos años, aislándolas prácticamente del mundo que se desarrollaba a su alrededor, y le valió su primer reconocimiento académico. Sin embargo, a puerta cerrada y según mi abuela, Karl Jegger contaba una historia muy diferente. Afirmaba que los Antiguos, una suerte de seres míticos a los que esta casta afirmaba representar, habían existido realmente junto con su mágica tecnología y extraños artefactos, cuya mera existencia garantizó el poder a los gobernantes durante esos tres siglos.
Es en este punto donde me uniría sin dudarlo a los escépticos que han oído hablar de Karl Jegger como un lunático, de no ser porque en cierta ocasión mi abuela me aseguró que toda la historia era cierta y no sólo eso, sino que ella estuvo presente en todo momento y fue testigo de increíbles eventos. La sinceridad con que mi abuela me ha hablado siempre de este tema ha dejado en mí grabada, desde muy joven, la duda acerca del personaje que fue mi abuelo, si realmente se trataba de un farsante o si, por el contrario, sus aventuras son más reales de lo que cabría asumir, visto lo fantásticas que llegan a ser algunas de sus historias.
La carrera de Karl discurre en dos líneas paralelas a partir de aquella primera aventura: una respetable y académicamente intachable, y otra cuya constante es la fantasía y el disparate. Esto en principio no constituiría mayor problema, de no ser porque la carrera fantástica acabó a lo largo de los años eclipsando y borrando por completo su labor académica. Muchos de sus libros contienen material tan sumamente fantástico que no pueden sino ser vistos como obras de ficción. Lamentablemente, dado que son más recientes que sus investigaciones más formales, son de hecho el legado que ha dejado para la posteridad tan singular hombre y, curiosamente, son prácticamente imposibles de encontrar en el mercado. Conservo muchos de ellos en ediciones originales, prácticamente todos regalo de mi abuela, y los guardo celosamente y a salvo de miradas indiscretas en general y de mi padre en particular, pues indudablemente montaría en cólera de saberme en posesión de tales obras por motivos que más adelante trataré.
Los años que siguieron a esta primera aventura vieron a Karl convertirse en una notable promesa en el ámbito académico. Su inteligencia, unida a su habilidad para convencer y comunicar sus hallazgos, le valieron pronto la admiración y el respeto de sus compañeros de estudios. En estos años, mi abuelo vivió numerosas situaciones extrañas de las que poco sé, pero que al parecer lo llevaron a distanciarse de mi abuela. Estudió en Estados Unidos durante algún tiempo y regresó a Basilea tras completar sus estudios, a finales de la década de los cuarenta. Estas fechas vieron también a Karl envuelto en un incidente del que poco se sabe con detalle, pero al parecer involucró a cierta organización a la que, a partir de ese momento, mi abuelo temió más que a nada en el mundo. Decidió contraer matrimonio con mi abuela, pero algo debió suceder, pues la proposición no fructificó, provocando la ira de mi bisabuelo Archibald, que rompió toda relación con la familia Jegger. Años después, en 1955, nació mi padre y aunque casi todos los que conocían a los Pretzel estaban convencidos de que Karl era el padre, éste jamás reconoció a su hijo formalmente, distanciándose definitivamente de mi abuela.
Wilhelm, mi padre, creció convencido de que Karl no le quería. Para un niño, este hecho resulta devastador y no puedo siquiera imaginarlo pues, a pesar de las diferencias que existen entre mi padre y yo, he tenido la suerte de crecer con unos padres que siempre me han demostrado un amor a toda prueba. Me resulta imposible concebir mi vida sin ellos y no puedo aventurar lo que para él ha significado el rechazo de mi abuelo, lo cual ha convertido cualquier cosa relacionada con Jegger en anatema dentro de mi familia.
Mi abuela, sin embargo, jamás ha guardado rencor hacia Karl y aún en la actualidad sostiene a puerta cerrada que éste se alejó de nosotros para protegernos. De tratarse de otra persona, pensaría que está tan chiflada como la opinión pública piensa que lo estaba el propio Jegger, pero siempre he tenido por ciertos sus relatos y no he dudado jamás de su palabra.
Comprenderá pues el lector que el asunto Karl Jegger provoque en mí sentimientos encontrados. Debería odiar o ignorar al hombre que hizo que mi padre se sintiera despreciado y aunque en parte así es, no puedo evitar sentirme atraído por su leyenda. En especial, siendo niño, cuando me sentaba al calor de la chimenea de mi abuela y escuchaba las fantásticas historias que me relataba. Conservo también el recuerdo de discusiones al respecto, siempre mantenidas lejos de mí. Mi padre jamás ha aprobado que nadie me hablara de Karl Jegger, y ha tenido que enfrentarse por ello no sólo con mi abuela, sino con mi abuelo materno, quien también mantuvo una gran amistad con él, aunque jamás me haya contado ninguna aventura comparable a las de mi abuela. Al margen de lo dicho, sólo recuerdo una ocasión en que mi madre comentara algo acerca de cierta vez que mi padre y mi abuelo viajaron juntos. Nada más he podido saber al respecto, pero como mínimo puedo garantizar, dando crédito a las palabras de mi madre, que ambos llegaron a conocerse y que este encuentro hizo que mi padre, lejos de comprender los motivos de mi abuelo, sintiera un mayor rechazo hacia su persona.
De modo que, habiendo crecido sin mi abuelo y no habiéndole echado de menos nunca, fui perdiendo el interés por saber exactamente quién fue o qué hizo, y este desinterés ha crecido al tiempo que lo hacía yo, hasta el punto de haber prácticamente olvidado todo cuanto he relatado.
Hasta ahora.